EL AMOR EN EL RENACIMIENTO



Después del mago y los estamentos de la Iglesia y el Imperio, que representan los asuntos vanos de la Tierra, se encuentra el Amor, un triunfo relacionado con los grandes viajes oníricos del Renacimiento, como la Divina Comedia de Dante, los Triunfos de Petrarca, la Amorosa Visione de Boccaccio y el enigmático Sueño de Polifilo.


Escenas de matrimonio


El triunfo del Amor del tarot de Cary Yale y el del tarot de Pierpont Morgan son muy parecidos. En ambos casos están representados dos enamorados bajo la influencia del dios clásico del amor, Cupido, que está desnudo y con los ojos vendados, ya que «el amor es ciego». En el Amor de Cary Yale, los enamorados están bajo un pabellón decorado con el Biscione de los Visconti y con una cruz blanca sobre fondo rojo, un emblema heráldico muy común y que, quizás, en este caso haga referencia a la ciudad de Cremona. En los dos casos, lo más probable es que esté representada la boda entre Bianca Maria Visconti y Francesco Sforza, un matrimonio en el que reinó el amor a pesar de haber sido concertado por intereses políticos.

El triunfo del amor en la baraja de Cary Yale (izquierda) y de Pierpont Morgan (derecha).

Analizando diversos textos de la época, como la Crónica de Cremona de Domenico Bordigallo y la Sforziada de Angelo Simonetta, Daniela Pizzagalli ha reconstruido el evento. La boda se celebró el 25 de octubre de 1441 en Cremona, adonde Bianca había llegado unos días antes embarcada en un bucintoroen medio de un gran despliegue ceremonial. Según las crónicas, Francesco fue la noche antes de de la boda a visitarla y le declaró su amor, que al parecer fue sincero. Ella admiraba su decisión y coraje y él su cultura y su habilidad con las cuestiones del gobierno. Se casaron en la iglesia de San Sigismondo y, según Pizzagalli:

«En el camino hacia la iglesia se reunió toda la población para festejar el cortejo nupcial que, solo pasada la mañana, salió de la puerta de la Mosa. La esposa, que cabalgaba un corcel blanco con un manto dorado, vestía de rojo, color nupcial y también color zodiacal para los nacidos, como ella, bajo el siglo de Aries. Su vestido de cintura alta tenía las mangas de color, amplias y con aperturas longitudinales adornadas con perlas: el mismo bordado adornaba el escote y las muñecas. Otras perlas sobre el tocado, una simple pero preciosa guirnalda llamada terzolla».

En una ilustración que Bianca encargó años después, hacia 1462, tal vez al taller de los hermanos Bembo, para decorar la cubierta de un texto sobre la fundación de la nueva iglesia de san Sigismondo, se recoge esta descripción de Pizzagalli. Los esposos se están dando los anillos frente a un cardenal de barba poblada. A Filippo Visconti, coronado, se le entrevé detrás de Bianca. A diferencia de las representaciones de los tarots visconteos, Francesco está descubierto, pero viste de forma similar, una blusa larga que le cae casi hasta las rodillas y una media de cada color, una roja y otra blanca, igual que en el triunfo del Amor de la baraja de Cary Yale. Seguramente, esto se deba a la moda de mostrar colores heráldicos en las medias, que en este caso serían los rojiblancos de Cremona.

En la ilustración, Bianca tiene un vestido rojo, un color que se atisba en la manga de la mujer de esta baraja. En el tarot de Pierpont Morgan, la esposa tiene unos guantes verdes. Varias figuras de la corte de este tarot también tienen prendas verdes, lo que podría estar relacionado con el séquito de honor que acompañaba a Bianca cuando participaba en una procesión triunfal, ya que solían vestir blusas verdes. Por último, mencionar el curioso perrito que acompaña a los esposos en el triunfo del Amor de la Cary Yale. Este animal a veces simbolizaba la fidelidad, lo que podría explicar su presencia en el naipe, pero también es cierto que Bembo dibujó muchas veces perritos como mero adorno en el Códice Palatino 553.

Izquierda: Ilustración de la cubierta del acta de fundación de la nueva abadía de san Sigismondo, en la cual se muestra el momento en que Bianca y Francesco intercambiaron los anillos durante su boda. Derecha: la reina de bastos del tarot de Pierpont Morgan. Obsérvese el color verde de la blusa.

El triunfo del amor en el tarot de los Medici (izquierda) y el de París


Heracles en la encrucijada

En el triunfo del amor del tarot de los Medici están representadas tres parejas de enamorados. Además, aparecen dos dioses del amor, probablemente para compensar que son tres las parejas han caído enamoradas por sus saetas de oro. La escena tal vez podría estar relacionada con Lorenzo el Magnífico y sus hermanos, pero es complicado saberlo con seguridad. Salvo que se encuentre alguna pista más, como un cuadro en el que estén retratados con vestimentas similares, poco más podemos avanzar sobre esta cuestión.

En los demás tarots, el triunfo del amor suele estar representado por dos enamorados que caen presos bajo las flechas de Cupido. Sin embargo, en los tarots de la familia de Marsella aparece una representación muy extraña. En vez de una mujer hay dos y están tirando de un joven que no sabe por cuál decidirse. La mujer de la derecha lleva en la cabeza una corona de rosas, y simboliza a Venus o el vicio; y la de la izquierda tiene una corona de laurel, como símbolo de Palas Atenea o la virtud. Esta metáfora moral se conoce como Heracles en la encrucijada (Heracles ad bivium) y fue muy célebre en el Renacimiento. En esencia, cuenta que, siendo aún adolescente y sin saber qué rumbo tomar en la vida, Heracles se encuentra con dos mujeres. Una, hermosa y de sobria elegancia, es una alegoría de la Virtud; la otra, más lozana, es la Felicidad (material), también conocida como la Maldad. Las dos exponen al héroe distintos argumentos para que siga un camino u otro.

De izquierda a derecha, el triunfo del Amor en el tarot de Nicholas Conver, François Chossons y Jean Dodal.

El texto de partida es del filósofo Pródico, aunque fue transmitido por Jenofonte en el libro II de sus Recuerdos de Sócrates (siglo V a.C.). Felicidad anima a Heracles a seguir su camino, mucho más fácil, ya que disfrutará de todos los placeres materiales, como el sexo, vivir a costa del trabajo ajeno y la buena gastronomía:

«Te veo indeciso, Heracles, sobre el camino de la vida que has de tomar. Por ello, si me tomas por amiga, yo te llevaré por el camino más dulce y más fácil, no te quedarás sin probar ninguno de los placeres y vivirás sin conocer las dificultades. En primer lugar, no tendrás que preocuparte de guerras ni trabajos, sino que te pasarás la vida pensando qué comida o bebida agradable podrías encontrar, qué podrías ver u oír para deleitarte, qué te gustaría oler atacar, con qué jovencitos te gustaría más estar acompañado, cómo dormirías más blando, y cómo conseguirías todo ello con el menor trabajo. Y si alguna vez te entra el recelo de los gastos para conseguir eso, no temas que yo te lleve a esforzarte y atormentar tu cuerpo y tu espíritu para procurártelo, sino que tú aprovecharás el trabajo de los otros, sin privarte de nada de lo que se pueda sacar algún provecho, porque a los que me siguen yo les doy la facultad de sacar ventajas por todas partes».
Pero Virtud responde explicando que para obtener los placeres más elevados —como la amistad, el reconocimiento ciudadano, el amor de los dioses, o el vigor físico— hay que invertir esfuerzo. Además de que obrando de forma virtuosa recibirá alabanzas de mortales y dioses, es mejor que siga su camino, a pesar de que es más largo y difícil, porque nada hay más hermoso que una buena acción realizada por uno mismo, donde hermosura va más allá de ser una cualidad estética para entroncar con el deleite que supone participar del bien. Es un discurso que recuerda al concepto de la fama de Petrarca, en el cual la virtud se convierte en la clave de la inmortalidad que supone el ser recordado por haber sido bueno. Por eso, en el texto de Jenofonte, la Virtud argumenta diciendo que:

«Yo, en cambio, estoy entre los dioses y con los hombres de bien, y no hay acción hermosa divina ni humana que se haga sin mí. Recibo más honores que nadie, tanto entre los dioses como de los hombres que me son afines. Soy una colaboradora estimada para los artesanos, guardiana leal de la casa para los señores, asistente benévola para los criados, buena auxiliar para los trabajos de la paz, aliada segura de los esfuerzos de la guerra, la mejor intermediaria en la amistad. Mis amigos disfrutan sin problemas de la comida y la bebida, porque se abstiene de ellas mientras no sienten deseo. Su sueño es más agradable que el de los vagos, y si se sienten molestos cuando lo dejan ni a causa de él dejan de llevar a cabo sus obligaciones. Los jóvenes son felices con los elogios de los mayores, y los más viejos se complacen con los honores de los jóvenes. Disfrutan recordando acciones de antaño y gozan llevando bien a cabo las presentes. Gracias a mí son amigos de los dioses, estimados de sus amigos y honrados por su patria. Y cuando les llega el final marcado por el destino, no yacen sin gloria en el olvido, sino que florecen por siempre en el recuerdo, celebrados con himnos. Así es, Heracles, hijo de padres ilustres, como podrás, a través del esfuerzo continuado, conseguir la felicidad más perfecta».

El sueño del caballero, Rafael (1501). La Virtud, a la izquierda, le ofrece al joven el camino de la espada y el libro, el sendero del trabajo, mientras que la joven a la derecha, el Placer inmediato, le presenta una rosa, símbolo del amor. El joven duerme, pues es en los sueños donde comienzan muchos viajes alegóricos del Renacimiento.

Las opciones de esta encrucijada se fueron ido adaptando a cada época y circunstancia cultural, pero la esencia siempre es la misma: un camino corto de placeres inmediatos a costa de algo o alguien; y un camino largo de esfuerzo y sacrificio tras el que nos espera la verdadera felicidad. Esta metáfora de la encrucijada derivaba de otro tópico literario más antiguo conocido como la «Y pitagórica», cuya paternidad, al menos literaria, se debe a Hesíodo (Trabajos y días, c. 700 a.C.):

«Yo qué sé lo que te conviene, gran necio Perses, te lo diré: de la maldad puedes coger fácilmente cuanto quieras, llano es su camino y vive muy cerca. De la virtud, en cambio, el sudor pusieron delante los dioses inmortales; largo y empinado es el sendero hacia ella y áspero el comienzo; pero cuando se llega a la cima, entonces resulta fácil por duro que sea».

El tópico gozó de gran popularidad entre griegos y latinos. Por no enfangarnos en una ristra de citas, baste una de Platón (República II, 365b): «Unos confieren a la maldad fácil acceso, de modo que “también en abundancia se puede alcanzar a la perversidad fácilmente; el camino es liso y ella mora muy cerca”. Frente a la excelencia, en cambio, los dioses han impuesto el sudor». Durante la Edad Media, esta metáfora se transmitió, sobre todo, por san Isidoro, dado que resultaba acorde con la moral cristiana y la idea de las dos sendas:

«Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa es la senda que lleva a la perdición, y muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta y que angosta la senda que lleva a la vida, y cuán pocos los que dan con ella!». (San Mateo, 7.13).

Y lo más curioso es que el tópico de Heracles en la encrucijada que vemos en el tarot de Marsella parece resumir a la perfección las dos maneras principales que tenían de entender el amor durante el Renacimiento: el amor como un sentimiento sublime que ennoblece a quien lo siente y el amor como un sentimiento rastrero que conduce a la perdición. Veamos esto en detalle, pues aquí se encuentra la clave para entender el papel del triunfo del amor en las barajas del tarot.

El amor cortés

Durante el Renacimiento el amor se expresó de una gran variedad de maneras. Por una parte, se entendía y se vivía como en todas las épocas, de forma más o menos entusiasta en función de la sensibilidad de cada cual, con las limitaciones habituales de la misoginia y la homofobia imperantes en la tradición cristiana. Así, el amor correcto era entre un hombre y una mujer, la cual apenas solía disponer de cierto margen de maniobra para decidir con quién y cómo debía de ser su vida conyugal. Este peso de la tradición terminaba por provocar actitudes tan malvadas y ridículas como condenar la homosexualidad o el adulterio femenino con la cárcel y la muerte. En fin, el asunto no esconde mayor misterio: las personas se enamoraban, se casaban por amor o por interés de las respectivas familias y, si eran varones, se relacionaban además con diversas amantes que las esposas debían aceptar con resignada sumisión. Pero, desde finales del Medioevo, también se elaboró una reflexión más original sobre el amor, la cual se canalizó por dos caminos: el literario, en lo que ha venido a llamarse el amor cortés, y el filosófico, que se tradujo en un ensalzamiento del amor a la virtud y al conocimiento como manera de alcanzar la Gloria celestial y el pleno desarrollo del ser humano. Recorramos primero el camino del amor cortés.

Petrarca observa el triunfo de Amor. Fondation Martin Bodmer, Cod. Bodmer 130 (c. 1500).

Aunque deriva de una tradición anterior, se suele situar en el siglo XII en la corte de Éléonore de Aquitania el nacimiento del amor cortés, una visión del amor que se caracteriza por su romanticismo y su valoración de lo femenino. Es por las propuestas del amor cortés, por ejemplo, por las que se explican los apasionados romances del ciclo Artúrico, cuyos ecos aún se atisban en las barajas del tarot renacentista.

Una manera de aproximarse a esta visión del amor es un pequeño manual titulado De amore, el cual se atribuye a un tal Andreas Capellanus, un funcionario eclesiástico al servicio de Marie de Francia, hija de Éléonore. El De amore o Libro del amor cortés, como suele traducirse en español, es una obra muy interesante, ya que nos permite apreciar dos visiones contrapuestas del amor que aún coexistían durante el Renacimiento. El manual se divide en tres partes. En las dos primeras se ensalza el amor, un sentimiento que ennoblece a quien lo siente, y se ofrecen diversos consejos para conseguir y conservar un amor. En la tercera, una especie de epílogo largo, sin embargo, se arremete con tanta furia contra el amor que uno termina preguntándose si el autor no sería esquizofrénico. En realidad, como explica Pedro Rodríguez Santidrián, lo más probable es que las primeras dos partes fueran escritas al dictado de la propia Marie, mientras que la tercera fuera fruto, ya sí, de la opinión personal de Capellanus.

«Desde su corte de Troyes, María, hija de Leonor, trajo consigo a un capellán llamado Andrés, que había sido designado para servir de asistente en el trabajo de redactor de un manual sobre el amor para el hombre medieval. Aun cuando el capellán había puesto en párrafos muy cuidados las doctrinas heréticas, dictadas por la condesa María, las ideas eran de María, y por supuesto de Leonor; el punto de mira de su escrito era el amor; su meta, la guía y educación del varón hasta un alto nivel de conciencia. Es divertido observar que María se hubiese visto obligada a encomendar a un clérigo varón como su espíritu escritor, el intento de destronar el dominio masculino, pero mucho más divertida es la reacción de Andrés que se puso manos a la obra con evidentes reservas, pues en una fecha un poco posterior, añadió un furioso epílogo, el libro III, en el que rechaza la obra e implora que baje la ira del cielo sobre el sexo femenino».


El arte de amar


El triunfo del amor en la hoja de Rosenwald.

El Libro del amor cortés comienza con una definición del amor inspirada en Ovidio: «el amor es una pasión innata que nace de la visión de la belleza del otro sexo y de su desmedida obsesión por la misma, que lleva a desear, por encima de todo, la posesión de los abrazos del otro, y así realizar de mutuo acuerdo todos los preceptos del amor». Detengámonos un momento en tres ideas clave de esta definición: la visión, la obsesión y el acuerdo.

«Una imagen vale más que mil palabras», reza un dicho popular que bien podría aplicarse a cómo creían que pensábamos a finales de la Edad Media. A partir del tratado aristotélico acerca del alma, en el Medioevo daban mucha importancia a las imágenes como motor del pensamiento. En esencia, Aristóteles consideraba que el alma humana, lo que hoy en día llamaríamos inteligencia humana desde una perspectiva laica, estaba dividida en tres partes. Una es la facultad nutritiva, por la cual experimentamos sensaciones y pensamientos sobre las actividades básicas, como el crecimiento o la nutrición, y es la misma que tienen las plantas. Otra es la facultad sensitiva que, entre otras actividades mentales, incluye la percepción a través de los sentidos de la realidad circundante. Es la que compartimos con los demás animales. Y la tercera, exclusiva de los seres humanos, es la facultad discursiva, por la cual somos capaces de pensar y reflexionar sobre lo que estamos percibiendo gracias a la facultad sensitiva. Dicho de otra manera, los datos que recabamos a través de los sentidos son el combustible que emplea la parte racional del alma para pensar. Y de todos los datos sensitivos, los más importantes, según Aristóteles, son los que obtenemos por la vista, las imágenes, las cuales se quedan fijadas en nuestra mente. El alma discursiva trabaja a partir de esas imágenes para desarrollar hilos de pensamiento.

Aquel marco teórico, junto con otros factores como la escasa alfabetización, les llevó a pensar que la imagen, lo que se ve, es fundamental en lo que luego se piensa. Si en las iglesias medievales abundaban las imágenes no era sólo porque así transmitían la doctrina cristiana a una población ágrafa, sino también porque creían que se les quedarían grabadas en la memoria a los feligreses, induciéndoles así a pensar y comportarse como buenos cristianos. Es por esto por lo que el amor se “ve” antes de comenzar a “sentirse”; es por esto por lo que Petrarca reniega de sus ojos en uno de sus poemas (Cancionero,LXXXIV):

«Ojos, llorad, y hacedle compañía
al corazón que muere a causa vuestra».
«Así siempre lo hacemos; mas conviene
lamentar más su error que el de nosotros».

«Por vosotros Amor entró primero,
donde aún llega encontrando su morada».
«Le abrimos el camino a la esperanza
que vino desde dentro del que muere». […].


Pero lo que se ve no es solo la belleza exterior, sino también la interior, la integridad de costumbres y otras cualidades valoradas en la época como la modestia o la honestidad: «Un amante sensato, lo mismo que una mujer juiciosa, no rechaza a un amante deforme si por dentro está adornado de virtudes», dice el tratado de Andrés el Capellán. Así, en el amor cortés, una vez que los enamorados se han visto, empiezan a pensar uno en el otro de forma obsesiva. No pueden evitarlo, ya que tienen la imagen de su amor impregnada en la memoria. Esta es la segunda idea clave del amor renacentista, al menos en su versión literaria: el amor atrapa, se cae en sus redes, en su trampa, en su laberinto… No hay escapatoria, es inevitable. Pero, aún así, el amor debe de ser de mutuo acuerdo, y en una época donde las mujeres no tenían voz, esta afirmación merece ser destacada. El mayor mérito del amor cortés es que la mujer interviene como un igual. Deja de ser un objeto para ser un sujeto. Y es por esto por lo que ya no basta con apropiarse de la persona amada, sino que hay que seducirla, un esfuerzo que termina por sacar lo mejor de uno mismo:

«El efecto primero del amor es éste: el verdadero amante no puede quedar ofuscado por ningún tipo de avaricia. El amor hace que una persona ruda e inculta resplandezca con toda su belleza. Sabe también dotar a los de baja condición de nobles costumbres y suele además adornar de humildad a los soberbios. El enamorado suele mostrarse complaciente con todos de muchas formas. ¡Oh!, qué maravilla de amor es aquel que hace brillar a un hombre con tantas virtudes y que enseña a cualquier persona a destacar por sus buenas costumbres».

Frente a esta visión hermosa del amor como una pasión que ennoblece el espíritu, en la tercera parte nos topamos con la visión del sector más rancio y reaccionario de la sociedad, marcada por siglos de misoginia católica, donde las mujeres se convierten en «mujerzuelas», unas criaturas pérfidas que solo provocan desgracias:

«La mujer no sólo es avariciosa por naturaleza, sino también envidiosa, maldiciente, ladrona, esclava de su vientre, inconstante, de doble palabra, desobediente, respondona, contra todo lo prohibido, tocada del vicio de la soberbia y ávida de vanagloria, mentirosa, borracha, charlatana, incapaz de guardar un secreto, lujuriosa en exceso, dispuesta a todos los vicios y sin un amor verdadero en el hombre».

Las mujeres son unas subcriaturas voraces que, por su propia naturaleza avariciosa, son incapaces de amar, pues solo están capacitadas para prostituirse:

«Jamás podrás encontrar el amor mutuo que buscas en la mujer. Nunca, en efecto, mujer alguna amó a un hombre, ni jamás se sintió unida a él con el vínculo del amor recíproco. La mujer solo busca enriquecerse en el amor y no da a su amante satisfacción plena. Que nadie se extrañe de esto, pues nace de su misma naturaleza. En efecto, toda mujer, por la condición de su mismo sexo, está tocada por el vicio de la testarudez y de la avaricia, atenta siempre al dinero y al lucro, en actitud vigilante del oro».

Por eso, el amor no ennoblece, sino que envilece: «no hay delito alguno que no sea consecuencia del amor. Todos sabemos que casi siempre el homicidio y el adulterio son secuelas del amor. Digamos lo mismo del perjurio… el hurto… el falso testimonio… Y todos saben que la ira y el odio nacen de él, y también que el incesto es producto suyo». El amor y el sexo, por lo tanto, deben practicarse tan solo con la esposa, un objeto que sirve para engendrar descendencia, y solo con mucha mesura, pues aunque no llega a pecado, aún con esta propiedad doméstica peca el hombre de falta leve:

«Hay todavía otra razón que parece acechar al amor: si todos los males proceden del amor, no veo que de éste derive bien alguno para el hombre, pues el deleite carnal, que con tanta avidez se busca en él, no pertenece a ningún género de bien. Sabemos, por el contrario, que es un delito condenable, que en los mismos casados se tolera, pero como una falta venial que no llega a pecado. Así lo afirma el profeta cuando dice: “mira que en culpa yo nací, en el pecado me concibió mi madre” (Salmos, 51, 7)».

En fin, valga esta colección de sandeces para comprender la otra visión del amor, defendida por la Iglesia, en la que las mujeres eran consideradas una aberración de la naturaleza, salvo las vírgenes que habían consagrado su vida a Dios. Es probable que en el tarot, un juego practicado en gran medida por las mujeres, imperase la primera visión del amor, mucho más inteligente y enriquecedora.

Scelta di Ercole. Annibale Carracci, 1596. Museo de Capodimonte, Nápoles.

Por amor a la virtud

A pesar de que la tercera parte del libro de Capellán y otros textos similares, como la parte del Libro de la Rosa escrita por Jean de Meun, son de una profunda miseria moral, resultan interesantes, pues nos permiten apreciar el mérito del amor cortés. Desde una perspectiva actual, esta concepción del amor nos podría parecer amanerada y superficial, dada su preocupación constante por la apariencia; sin embargo, cobra valor si la comparamos con las diatribas misóginas de muchos literatos de la época. Frente a la ramera vanidosa, perdición de hombres y fortunas, de una lascivia voraz, a la que se debe maltratar para domar sus instintos perversos, el amor cortés propone una mujer cuya belleza exterior refleja la interior, una mujer a la que se debe cortejar con respeto, a la cual se debe amar más allá de uno mismo, una mujer, en suma, que termina convirtiéndose en el sentido de la propia existencia. Y aquí es donde comienza nuestro segundo recorrido, el amor entendido como una manera de ennoblecer el alma.

Dante y Beatrice contemplan la bóveda celeste desde el Cielo (Paraíso, canto XXII) en una ilustración de una copia de la Divina realizada en el norte de Italia en el siglo XIV. MS. Holkham misc. 48. © Boedlian Library.


Desde finales del Medioevo se consolidó un tópico literario que podemos denominar el viaje iniciático por amor. El precedente más destacado es la Divina Comedia de Dante, donde el autor emprende un largo peregrinaje hacia el Cielo, hacia el conocimiento de Dios, impulsado por su amor a Beatriz, alegoría de la fe. En una obra sembrada de metáforas, símbolos y alegorías, claro está, Beatriz es un símbolo, pero parece ser que también era una mujer de carne y hueso llamada Beatrice Portinari, de la cual Dante estaba enamorado. Se ha discutido mucho, y se discutirá, acerca de la naturaleza de la Beatriz literaria, sobre si era efectivamente o no una mujer real, pero lo que nos interesa destacar ahora es la manera en que el amor actúa como motor del alma en su progresión hacia lo bueno. Y es un amor arrebatado. Borges, que tildó de frígida la mera interpretación de Beatriz como una alegoría de la fe —«de aquel mísero esquema no han salido nunca esos versos»—, encontraba una expresión máxima de este amor en la escena final de la Divina, cuando Dante ya ha alcanzado la cúspide del Cielo:

«Reconsideremos la escena. Dante, con Beatriz a su lado, está en el empíreo. Sobre ellos se aboveda, inconmensurable, la Rosa de los justos. La Rosa está lejana, pero las formas que la pueblan son nítidas. Esa contradicción, aunque justificada por el poeta (Paraíso, XXX, 118), constituye tal vez el primer indicio de una discordia íntima, Beatriz, de pronto, ya no está junto a él. Un anciano ha tomado su lugar (credea veder Beatrice, e vidiun sene). Dante apenas acierta a preguntar dónde está Beatriz. Ov'é ella? grita. El anciano le muestra uno de los círculos de la altísima Rosa. Ahí, aureolada, está Beatriz; Beatriz cuya mirada solía colmarlo de intolerable beatitud, Beatriz que solía vestirse de rojo, Beatriz en la que había pensado tanto que le asombró considerar que unos peregrinos, que vio una mañana en Florencia, jamás habían oído hablar de ella, Beatriz, que una vez le negó el saludo, Beatriz, que murió a los veinticuatro años, Beatriz de Folco Portinari, que se casó con Bardi. Dante la divisa, en lo alto; el claro firmamento no está más lejos del fondo ínfimo del mar que ella de él. Dante le reza como a Dios, pero también como a una mujer anhelada:

O donna in cui la mia speranza vige,
e che soffristi per la mia salute
in inferno lasciar le tue vestige...

»Beatriz, entonces, lo mira un instante y sonríe, para luego volverse a la eterna fuente de luz».


Como veremos, Boccaccio también escribió para una musa idealizada, la Fiammetta, una muchacha napolitana que quizás inspiró su Amorosa visione. Siguiendo a una mujer de una belleza extraordinaria, una aparición de la Fiammetta, en esta obra Boccaccio se adentra por un castillo en el que se suceden diversas alegorías sobre las grandes inquietudes de su tiempo, como la fortuna o la fama. Gracias a estas visiones, Boccaccio irá comprendiendo poco a poco cuál es el verdadero sentido de la existencia humana: el ejercicio de la virtud y la búsqueda del conocimiento trascendente.

Otro célebre amor literario es el de Petrarca por Laura, que quizás pudiera tratarse de una tal Laura de Noves, esposa del marqués Ugo di Sade, nacida en 1310 y muerta durante una epidemia de peste en 1348. Fuera quien fuera en realidad, en la mente del poeta se convirtió en la musa idealizada de sus poemas, en el fin y el sentido de su existencia, ya fuera este el amor a la gloria humana o a la divina. Es por Laura por quien comenzó su viaje alegórico en Triunfos, es por ella que comprende la supremacía del conocimiento de lo sublime frente a la experiencia mundana.

Valga un último ejemplo al respecto, en este caso probablemente laico, y es el fascinante Sueño de Polifilo (Hypnerotomachia Poliphili), publicado en Venecia en 1499. Por tradición se atribuye a Francesco Colonna, un humanista de ilustre familia, pero ningún documento lo acredita con seguridad. Emanuela Kretzulesco-Quaranta, que ha estudiado el libro durante años, sostiene que quizá lo escribió Alberti, o alguien de su entorno, y que guardó un prudente anonimato por temor a las represalias de la Iglesia, ya que el Sueño es un canto tan intenso a la Antigüedad pagana que podría haberle provocado problemas con la Inquisición.

Aparte de sus lecturas alegóricas, el Sueño describe el viaje onírico de un joven llamado Polífilo en busca de una hermosa muchacha, Polia (la Sabiduría), de la que está enamorado con locura. Kretzulesco-Quaranta sospecha que este romance pudo inspirarse en el apasionado, pero desafortunado, amor entre Lorenzo el Magnífico y Lucrecia Donati. Fueran estos u otros amantes la inspiración del Sueño, a lo largo de este viaje Polífilo pasa por varias regiones fantásticas hasta que, en compañía de Polia, desembarca en la isla de Citerea, un jardín exuberante donde Venus bendice su amor. Una vez más será por amor, en este caso a la Sabiduría, por lo que el héroe emprende un viaje que le conducirá progresivamente a ser mejor persona.

Durante su viaje en busca de Polia, Polífilo descubre todo tipo de maravillas y escenas asombrosas, como este triunfo del Amor pasional. Edición de Aldo Manuzio de finales del s. XV.

En síntesis, en estos viajes oníricos, el héroe recorre una serie de regiones fantásticas, en las cuales se le van presentando imágenes alegóricas que conducen su alma, su intelecto, por el camino recto, ya sea el que lleva hacia Dios, hacia el conocimiento del Universo, o hacia la confluencia de ambos conceptos en tanto que Dios es el Universo. En el fondo, subyace la propuesta platónica de que el conocimiento del bien nos hace ser buenos, tal y como ocurre en El cuento de Navidad de Charles Dickens, donde el avaricioso Ebenezer Scrooge se vuelve bueno después de las tres visiones que le muestran los espíritus navideños. Y en este viaje juega un papel fundamental el amor. Es la fuerza que nos impulsa a mejorar, a perfeccionarnos. Es por amor a la virtud, que nos volvemos virtuosos y, por ende, nos acercamos más a Dios. Y aquí es donde encontramos la clave para responder la pregunta que nos formulábamos antes, ¿qué lectura hacían realmente del triunfo del Amor durante el Renacimiento?

En esencia, por entonces coexistieron dos formas distintas de entender el amor. Una es el amor tal y como lo vivimos hoy en día, más o menos mediatizado por las reglas del amor cortés y las convenciones sociales de la época. Y otra es el amor entendido como una fuerza del alma, de la mente, de su parte más sublime, de la que participa de la naturaleza celestial, que nos impulsa hacia lo bueno, hacia el conocimiento y el ejercicio de la virtud, gracias al cual encontramos nuestra verdadera razón de ser como criaturas de Dios, gracias al cual, como dijeron Aristóteles y Boecio, encontramos la verdadera felicidad basada en la búsqueda de la verdad y no en la apetencia por los bienes materiales. Es aquí, en suma, donde se explica la disyuntiva que veíamos en el triunfo del Amor del tarot de Marsella: entregarse al amor del alma animal y vegetativa por los placeres terrenales o entregarse al amor del alma angelical por la sabiduría. Como veremos, es la misma idea que se esconde en el triunfo de la Fortuna.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Alguna pregunta?